La Ciudad Santa



     Fue un año que causó gran revuelo, el de 1180. Balduino IV, el rey, estaba cada vez peor de salud y la ciudad hervía de intensidad, todos los nobles se disputaban ser los regentes. Su hermana, Sibila, era aún viuda y no se había vuelto a casar desde la muerte de su anterior esposo, pero yo sabía con quién lo iba a hacer. De hecho, me dirigía con Balián, mi tío, a verlo con mis propios ojos.

     Mi otro tío, Balduino de Ibelín, hermano mayor de Balián, fue hecho prisionero en la Batalla del Vado de Jacobo, el año pasado. Las fuerzas de Dios habían cargado con ímpetu y valentía, pero los impíos los quintuplicaban en número y nada pudieron hacer. Por suerte, mi tío tenía la gracia del Señor de su parte y fue hecho prisionero y no muerto durante la defensa de la fortaleza que los templarios allí habían levantado antaño.

     Hacía pocos meses había sido liberado. Según decía la gente de la fortaleza que Balián había heredado del propio Balduino, aquello había sucedido gracias al Emperador bizantino, Manuel I Comneno. En aquella intervención tuvo mucho que ver su sobrina María, la esposa de Balián. De hecho, fue ella misma quien se desplazó hasta Constantinopla para convencer a su tío. Ahora, tanto María como Balduino, que había viajado hasta la gran capital bizantina para agradecer en persona su rescate al Emperador, estaban de vuelta en Jerusalén, hablando con la princesa Sibila. Si todo iba según lo planeado, Balduino saldría de allí siendo el futuro rey de la Ciudad Santa de Jerusalén. Sustituiría al hermano de Sibila —el otro Balduino, el cuarto de su nombre— en el cargo. Balduino Carnemuerta, lo llamaban en los bajos fondos de la ciudad. Entre los nobles, y sin que su presencia les perturbase, era tan sólo Balduino, el Leproso.

      En la ciudad, los peregrinos predicaban la palabra del Señor y todos ascendían, como si de una procesión se tratase, siguiéndonos. Por el camino, los caballeros de la Orden del Temple y del Hospital se separaban e iban cada uno hacia sus propios lugares de reunión, la tensión entre ambos bandos era evidente. Unos de negro, con la cruz paté blanca sobre su pecho; los otros, la cruz roja sobre la vestimenta blanca. También estaban algunos de los miembros más prolíficos de la caballería de Tierra Santa, estirpe de una orden que se formó de la mano del conquistador Godofredo de Boullión: la orden del Santo Sepulcro. Aquella era su misión, salvaguardar el sepulcro, donde el profeta fue crucificado, muerto y renacido días después. Éstos últimos, a diferencia de los Hospitalarios o los Templarios, no tenían posesiones fuera de la Ciudad Santa, por lo que los pocos miembros de los que disponía la orden se encontraban permanentemente dentro de sus murallas. Nadie, ni Hospitalarios ni Templarios, osaba provocarles ni confrontarles, ellos eran los santos defensores del Sepulcro de Jesús el Renacido, estaban por encima de todos ellos. Estaban por encima de la ley.

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