Constelaciones



     La calma, la tranquilidad. El estar alejado de todo y de todos. Es lo necesario para mirar a un cielo sin luna durante la noche y ver todo ese manto de estrellas que se extiende hasta donde tu vista alcanza, como si de un océano con gravedad invertida se tratase. Es un misterio, cuál será la historia de todas aquellas constelaciones a las que las poblaciones de la antigüedad nombraban según su mitología. Como a los astros; todo era regido por sus creencias. Pero también me invade la curiosidad por saber cómo será aquella estrella, cuándo nació, en compañía de cuáles creció, cómo morirá. Quizás acabe queriendo abarcar demasiado para darse cuenta de que no es estable de esa forma y se acabe empequeñeciendo hasta apagarse gradualmente y empequeñecerse, hasta convertirse en enana blanca. No morirá, su recuerdo de lo que pudo combustionar en tiempos mejores la mantendrá emitiendo, no dejando que la inclemente memoria universal la olvide aún.

     O quizás en forma de una Supernova, cuyo estallido deje constancia, aunque sea momentáneo para el tiempo del Universo, de que estuvo allí. Y puede que no tenga suficiente con haber dejado una huella efímera y necesite que los supervivientes a su explosión aún la sientan, y por eso acabe convirtiéndose en una estrella de neutrones que, pese a haber colapsado, no deja de influir en todo lo que le orbita. Y, es más, si aquella estrella fue tan grande en su día, lo mismo no acceda a estar en la categoría que ocupan los corrientes de su especie; ella querrá más, así que su remanente estelar será un agujero negro que influencie aún más a los demás objetos de su pequeño trozo de Universo. Y las estrellas de neutrones, por pura envidia, harán entonces lo que sea para alcanzar ese estatus, aunque aquello las extermine, aunque para conseguirlo sea necesaria una gran colisión entre dos de su especie que finalizar con los rasgos individuales de cada una.

     Y es que son parecidas a los humanos, en ese aspecto. Cada quién elige cómo crecer, cómo vivir. Y cuanto más intentas abarcar, si no lo consigues, más grande es la caída. Y, si lo consigues, toda tu vida, hasta el final, será vivida al máximo, hasta tal punto que incluso cuando faltes todos te recuerden. Al fin y al cabo, cada uno tiene un final acorde al camino que ha seguido durante su vida, y lo mismo pasa con las estrellas.

     Y el conjunto de todas esas estrellas no forman más que meras constelaciones, que las hay a patadas en el Universo. Y es que, aunque no sea infinito, sí que es inabarcable.

     De las constelaciones siempre me han atraído las mismas, desde que tengo recuerdo de sus nombres. Orión, con Rigel y Betelgeuse como estandartes, el gigante cazador que perdió la vista, la recuperó y al que Artemisa dio muerte y elevó al cielo. Lyra, la constelación que contiene a Vega, el vértice más brillante del Triángulo de Verano y una de las estrellas más brillantes del firmamento.

     Después está la que dibuja —si la contemplas con mucha imaginación— a Perseo y que lleva el nombre del mismo héroe griego que, contando con el casco de Hades y el escudo que Atenea le había dado, dio muerte a Medusa y escapó de las garras de sus hermanas inmortales. Pero no contento con aquello, cambió el destino que Poseidón tenía deparado para Andrómeda —nuestra galaxia vecina—. Por la soberbia y orgullo de su madre, Casiopea, la vida de Andrómeda debía acabarse al ser devorada por Ceto, un monstruo marino que, de no sacrificarla, acabaría por devastar todo el reino de sus padres. Pero Perseo se enamoró de ella y, después de matar al monstruo marino y desatar una guerra civil que acabaría con el héroe dando muerte al hombre que estaba prometido con Andrómeda, se casó con ella. Casiopea no tuvo tanta suerte, puesto que Poseidón la condenó a permanecer para siempre en una silla que elevó a los cielos en una posición tal que, al rotar la bóveda celeste, quedase cabeza abajo la mitad del tiempo.

     Y esa, señores, es mi favorita: Casiopea. No en la mitología, pero sí en los cielos. Siempre me ha cautivado, tanto su forma cambiante como su nombre. Alguien sabio me dijo una vez que, de ayudar a los pobres debería llamarme Robin de Casiopea, puesto que Robin de los Bosques ya estaba sometido a derechos de autor. Pero eso ya es otro cantar.

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