Recuerdo
Ejercicio de descripción basado en Huida imposible (Anna Quindlen), Leave it to me (Bharati Mukherjee) y Los muertos (James Joyce)
La voz suave de chocolate líquido,
aquella dulzura que desprendía y que, años atrás, hizo que se me erizase la
piel y se enardeciese mi ser con su forma de prolongar la ese, sus oclusivas
sugerentes, sus fricativas milagrosas. Su manera de hablar lo comprendía todo,
y cuando te susurraba de aquella manera parecía que en el mundo solo su voz
tuviese cabida; únicamente existía aquel sonido en aquel momento, el resto
carecía de importancia. Esa forma en que cada frase parecía llegarte al pecho,
a la cabeza, al corazón.
Juré que jamás olvidaría las primeras
palabras que me dedicó y, sin embargo, lo hice hace ya mucho. Incluso su voz
parece haber perdido la nitidez con la que siempre la había soñado. Pero me
acuerdo de su rostro, y de su mirada, y de aquel día salvaje y cambiante; de
todo, menos de sus palabras.
Rememoro el lugar donde la vi, el fulgor
ocre de su sol, lo descarnado de sus montes, el sollozo áspero del viento del este
que tanto contrastaba con su voz aterciopelada. Cuando entorno los párpados aún
la puedo ver: como cada vez que me transporto a aquel lugar, lo primero en lo
que me fijo es en sus ojos; mi mirada se posa instintivamente en ellos, como si
una fuerza invisible me instase a ello. Son de un ámbar oscuro hipnótico, diría
yo, que no se corresponden con su tez pálida mortecina, ni con sus facciones
angulosas, aunque sí con sus labios enrojecidos por el vino y con su cabello
rizado e indomable.
No es de una belleza exuberante, y no es
una mujer de la que te enamorarías a primera vista, me atrevería a asegurar,
pero sí a primer contacto. La confianza con la que se mueve, la gracia de su
caminar, el destello que se ve reflejado en sus ojos del sol cárabe con bordes
de miel del atardecer. Te hace ser cómplice de la magia del momento y del
lugar, y de su propia magia, la que emana de su voz. Ella lo sabe. Y me inunda
de palabras haciéndome creer que el tiempo se ha detenido por la fuerza de su
sonido. Pero no es así, y recuerdo también cómo el día muere, lo súbitamente
desesperado del crepúsculo, y una última mirada cómplice antes de callar y
marcharse.
Su nombre nunca me fue revelado y nunca
me importó. Fue una historia que trascendió la realidad para instalarse en la
imaginación, en el subconsciente. Pero una historia real, inmutable, estática.
Jamás llovería, sus ojos no serían esmeralda, su voz no podría sonar débil. La
sueño, la recuerdo y la imagino tal y como la viví, y es por eso por lo que he
resistido tanto tiempo.
Ahora, postrado en la cama de un
hospital infame, solitario y apático, no consigo invocar ni siquiera mi propio
nombre. Pero sí evoco esa historia cada vez que cierro los ojos. Me siento
desvanecer poco a poco mientras diviso una luz que se aproxima, y que no es ni
intensa ni blanca, y una brisa frígida me envuelve en un manto gélido. Oigo el
estrépito de la lluvia cayendo, feroz, sobre el mundo y el hospital, e
impetuosamente desciende, casi desesperada, sobre todo y sobre todos, sobre
vivos y muertos, sobre sueños y recuerdos.
Me aferro a lo único que retiene mi memoria, feliz, pues la desdicha no es morir, sino vivir en un mundo que muere.
Comentaris
Publica un comentari a l'entrada