La desdichada vida de Tristán Hidalgo
Conocido
como Tristán el valiente, para unos pocos, y como Tristán el cobarde, para
otros muchos. Para su madre, en cambio, siempre fue Tristán. Tristán Hidalgo,
en honor a su abuelo, que no a su padre. Vivía en un pequeño piso, un tercero
sin ascensor, ubicado en un barrio del extrarradio de Barcelona, cuyo nombre
nunca me dijo. Pero de Barcelona ciudad, insistía siempre, como si aquello
fuese motivo de orgullo.
La
primera vez que le vi fue a finales de los noventa; allá por el noventa y ocho,
puede que antes. Era una mañana fría como pocas hay ahora, en la que el aliento
se condensaba al salir del cuerpo y se formaba una vaharada que ascendía hasta
disgregarse por completo o fundirse con las nubes allá en lo alto, lo cierto es
que nunca me fijé. En quien sí reparé fue en Tristán Hidalgo, un tipo de lo más
peculiar, vaya si lo era. Vestía unos pantalones militares —moda casual nada
habitual en aquella época— un sombrero de fieltro y una camiseta de manga
corta, para que vean. Llevaba una rebeca presa en su puño izquierdo, que se
cerraba con fuerza a su alrededor, y, pese a estar aterido de frío, no se la
puso durante todo el rato que conversamos. Sus dientes castañeaban con tal
fuerza que temí que se los fuese a romper, y era un miedo atroz, no por su
salud, por supuesto, pero aquella imagen de los incisivos fracturándose al
impactar unos con otros, como si de una guerra fratricida se tratase, me
causaba rechazo y no quería rememorarla durante la noche, en mis sueños.
Siempre he sido muy propenso a soñar cosas desagradables, saben, y con el
tiempo he llegado a la conclusión de que los sueños, más que ilusiones, son
recuerdos que evocamos, desvirtuados y alterados, por supuesto, pero recuerdos
al fin y al cabo; así que si no quieren soñar algo, basta con que nunca lo
vivan, esa es mi máxima.
Pero
volvamos a Tristán Hidalgo, por favor, el ineludible protagonista de esta
historia. Lo cierto es que sus dientes nunca se partieron y, su piel, aunque
roja y con el bello erizado, parecía estar bien curtida por el viento y la
climatología. Recuerdo preguntarle por qué no se ponía aquella pieza de ropa, y
creo que sus palabras fueron algo así como: Me
queda pequeña, es demasiado corta y mis brazos parecen embutidos, apresados
como están entre sus mangas. Mejor pasar frío con dignidad que abrigarse como
uno no debe. También me explicó que la había cogido al salir de casa por
expresa e inviolable orden de su madre —una buena madre, por cierto, la de
Tristán Hidalgo—, pero que, al salir a la calle y recorrer un par de manzanas,
se la quitó.
En
un momento de aquella conversación, ya olvidada a pesar de mis infructuosos
esfuerzos, le propuse ir a un café de las Ramblas para cobijarnos. Él se negó,
rotundo, alegando que no le gustaba estar encerrado entre cuatro paredes.
Finalmente, ante el molesto castañeo de sus dientes, le ofrecí mi gabardina,
que aceptó sin demora. Al ponérsela, con su característica media sonrisa que
nunca supe descifrar, me dijo: El frío es
psicológico, hasta que uno muere de hipotermia. Mal asunto, le respondí, que
vean a un cadáver y a un prohombre del condado aquí al lado, como si nada,
mientras apura una cajetilla de cigarros. Así es, siempre le he llamado
condado a Barcelona, porque, pese a lo incorrecto de esa sentencia, me gusta. Y
en la vida hay que hacer siempre lo que a uno le alegre el corazón, lección que
llevaba aprendida antes de conocer a Tristán Hidalgo y de la que después
tendría serias dudas.
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