El siberiano


   Los buhoneros y estraperlistas se reunían en un local de dudosa reputación que era todo lo contrario a nuestra taberna. Antes solía frecuentarlo cuando había hurtado una buena cantidad como para permitirme comida caliente, pero ahora sus miradas eran esquivas y su incomodidad, palpable; no me querían en aquel antro. Y yo no iba adonde no era bien recibido, así que no volví a entrar allí.

   Vi a una chica algo mayor que yo mirando los cuadros de Karlov —o así se le acabó conociendo, él siempre defendió a capa y espada su nombre de pila, Carlos, uno que se suponía común en su lugar de nacimiento—, un viejo anciano tuerto que decía provenir de Siberia, autoproclamado héroe de la guerra contra el zar y pintor a tiempo parcial. Sus cuadros eran un tanto extraños, con toques fantásticos que él aseveraba que eran reales, lugares de las lejanas tierras de donde provenía, unas islas cercanas a África que pertenecían a España, de nombre Canarias. Combinaba con cierta gracia los bosques nevados siberianos con montañas de arena que se derramaban sobre un mar en llamas, con un sol resplandeciente coronando el cielo. Aquellas montañas arenosas se llamaban dunas y eran comunes en aquel lugar exótico, según él aseguraba.

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