La hechicera

 

Medea

  

     Medea, descendiente de dioses y hechicera sin igual, lloraba de impotencia. Se sentía más débil que nunca, posiblemente a causa de su ayuno autoimpuesto, aunque derramar todas aquellas lágrimas en la soledad de un lecho que se suponía matrimonial también podría haber causado ese efecto. Era en aquellos momentos de desolación y desconsuelo, en los que sentía que nada ni nadie podían volver a hacerla sentir plena, cuando pensamientos funestos acudían a ella. Dirigió su mirada hacia la daga que en la cómoda reposaba. Más de una vez la había sujetado entre sus manos, sopesando la propia arma y una posibilidad que cada vez más rondaba su mente: su vida, o el fin de esta, más bien. Pero declinó la idea. Quizás para más adelante.

     Anochecía en Corinto y, como era habitual últimamente, su marido no hizo acto de presencia. De seguro que andaría con aquel rey con pretensiones de grandeza y con su hija, amante infame. Sintiéndose más sola que nunca, se acordó de su infancia y añoró con todo su ser a la familia que había abandonado y a la tierra que la vio crecer y de la que se había marchado tiempo atrás. Y también recordó a su hermano, a quien ayudó a dar muerte, cegada de amor por aquel desagradecido que ahora la ultrajaba y la abandonaba. Su matrimonio estaba acabado y su nombre había sido mancillado por quien necesitó su ayuda para cumplir el único cometido que en vida tuvo, robar el vellocino de oro. Cuán enamorada estuvo y cuánto daño había hecho a los suyos en nombre de él.

     Pero el amor no todo lo puede y, cuando un destello de lucidez se abrió paso en su atormentada mente —un destello fraguado por la ira y revelado por la cólera que en ese instante sentía—, se aferró a él. Supo entonces que no se contentaría solo con vengarse de Jasón, y que no se sentiría satisfecha hasta ver caer todo lo que tenía que ver con el infiel: aquella princesita, el palacio en el que se hallaba encerrada día y noche y, sí, incluso sus hijos, descendientes como eran de aquel ingrato que incluso los votos más sagrados había roto. Con los ojos cerrados, las manos agarradas en forma de plegaria y la cabeza alzada hacia un techo que su imaginación omitía, invocó a los dos grandes dioses que habían sido guardianes y testigos del compromiso entre Medea y Jasón:

     —¡Artemis santa, gran Temis! ¿No veis cómo mi esposo se porta después de que un gran juramento a ambos nos ligara?

     Y, llorando de rabia y sudando por el esfuerzo como estaba, continuó:

     —¡Y padre, padre de todos y rey de reyes, de ti imploro venganza para quien osa quebrantar la unión sagrada que presenciaste!


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