El archivista




   El archivista.

   Es el personaje más importante en esta historia, quien la sustenta y, quién sabe, el que la originó. Puede que sea incluso más importante que yo, y es que desde aquel día mi vida quedó ligada inevitablemente a la suya.

   No fui el primero, ni mucho menos, que advirtió en el erguimiento de aquel lugar pagano un arma de doble filo que podía ser usada contra nosotros cuando menos lo esperásemos. Nos habíamos centrado en investigar y estudiar a todos aquellos que habían venido a combatir junto a nosotros en defensa de nuestra fe, pero olvidamos algo muy importante: a quienes convivían con nosotros desde antes de que todo aquello sucediese, desde hacía décadas.

   La primera misiva llegó cinco días antes de finalizar 1358, cuando yo aún contaba con treinta y seis años; un día soleado y frío, antes de la hora a la que los congregados en aquel cónclave nos reuniésemos para comer. El sello era de color negro y, si aquellas formas enrevesadas que contenía sugerían algo, no fui capaz de adivinar el qué. La caligrafía era cuidada y pulcra, los interlineados eran idénticos todos ellos y los márgenes estaban perfectamente delimitados. El papel, en cambio, aparentaba haber estado guardado bastante tiempo en condiciones no demasiado óptimas. Aun así, no me dejé impresionar, seguí leyendo aquella carta y pronto descubrí qué tipo de persona era quien me la enviaba. Yo era quien me encargaba de filtrar todas las misivas que nos llegaban con información más o menos relevante a lo largo y ancho del planeta y que no provenían de nuestros informadores oficiales; éste no era más que uno de tantos que intentaba llamar la atención, creyendo que lo que teníamos intención de hacer en aquella ciudad secesionista al norte de nuestros confines era en realidad un plan orquestado desde hacía años por Vincenzo Lucca, un duque menor pero con dinero, aspiraciones y contactos que lo respaldaban; insinuaba que estábamos siendo sus instrumentos sin nosotros saberlo.

   Lo que me sorprendió a la postre y me hizo creer que, quizás, aquel hombre no era como el resto fue la cantidad de detalles, la información meticulosa que daba de todos los movimientos del duque durante los últimos tiempos. Lo atribuí a que, si no era lo que parecía ser, quizás fuese un miembro de su corte que intentaba despistarnos o engañarnos con algún fin oculto, ambas opciones inválidas para presentar aquella carta, que además había sido enviada sin dirección y con una firma un tanto confusa, al cónclave.

   Habían pasado apenas dos semanas desde que llegó la primera carta de aquel excéntrico personaje que firmaba como ‘El salvador’ cuando, una noche del cuarto día del nuevo año picaron insistentemente a la puerta de mi despacho. Un muchacho, asistente sin duda del regidor, me entregó una misiva que debía ver de inmediato. Al principio no me pareció gran cosa, volvía a advertirnos del peligro que se cernía si seguíamos con aquella construcción, que todo se torcería y seríamos los responsables de que el mundo ardiese; en fin, desvaríos de aquel hombre al que, quizás, había tomado por algo más de lo que realmente era, un simple chiflado. Miré al chico, que esperaba impaciente a trasladar mi parecer al regidor, sin comprender por qué aquello suscitaba tanto interés a alguien importante como él. Con un pequeño gesto me instó a seguir leyendo, y así lo hice. No había nada de interés hasta… hasta el final. Aquello me dejó helado, de repente sentí que las tripas se me revolvían y un frío inexistente en aquella habitación con chimenea me envolvía. La última frase de la carta decía: “no sé por qué no se me ha tenido más en cuenta y no se ha presentado mi carta al cónclave. Señor Darmian, va a tener usted cargos de conciencia si se sigue comportando de esta manera’. No tenía manera de explicar cómo sabía la manera en que habíamos tratado su primera misiva, recordaba que yo mismo fui quien rompió el sello, con lo cual nadie la había leído antes que yo, y después la guardé en mi archivo personal, por lo que era imposible que alguien tuviese acceso a ella. Y, más importante, cómo aquel hombre sabía que había sido precisamente yo y no otro filtrador quien había leído su carta y cómo conocía, en fin, mi nombre: Federico Battista Darmian, aunque todos allí me llamaban Darmian.

   Las misivas se sucedieron durante el primer bimestre del año, pero cada vez aquella mente perversa y enfermiza me trataba a mí, pues sabía que yo las leería, con más confianza y se tomaba ciertas libertades que desembocaron en que varios de aquellos papeles acabasen en mi chimenea antes ni siquiera de terminarlos de leer. Por suerte, el regidor había hecho copiar todas las cartas de manera manuscrita antes de serme entregadas, por lo que no se perdió información. Llegué a volverme paranoico, pasando noches en vela custodiando, entre las sombras, mi archivo secreto, esperando que apareciese aquel maldito ladrón que le pasaba mi información al ‘Salvador’ o que, en su defecto, podía ser incluso él quien se colaba ahí. Porque, estaba seguro, para descubrir lo que había leído y dejarme claves en forma de referencias que solo yo entendía, debía de haber estado en mi archivo. Jamás encontré a nadie fisgando.

   Todo cambió la madrugada del trece de abril de aquel año fatídico. Un día de mal augurio para nuestra fe, eso seguro, que una vez más dejó patente la realidad que se escondía tras aquella superstición. El Archivista —como había empezado a apodarlo tras mi episodio paranoico las veces que me refería a él con el regidor Niccolo, que estaba al corriente de todo, con sus ayudantes y con Terenzio y Giacomo, los dos compañeros que me había asignado Niccolo para ayudarme con el caso— envió una carta que no era como las demás. El papel estaba algo desgastado y su color no era del todo blanco, además tenía los bordes desgastados, doblados e incluso rotos los márgenes, era el mismo papel que utilizó en su primera toma de contacto conmigo. En ella auguraba algo que, incluso para él, era demasiado: la muerte del hasta ahora duque Vincenzo Lucca y de su primogénito, Florentino.

   Detallaba que los encontrarían muertos, en el altar de su capilla, al duque, con un puñal que había pertenecido a su familia durante generaciones clavado en el corazón, y en el refectorio a su hijo, ahorcado. La primera hipótesis que manejamos fue la obvia, que se tratase de una disputa familiar en la cual el hijo había matado al padre y después, desolado e incapaz de soportar el peso de la conciencia, había decidido suicidarse. Pero había algo que era la clave de todo aquel asunto, y es que aquello no era una noticia sobre un acontecimiento que ya había sucedido, sino que se trataba de algo que aún estaba por acontecer.

   Al día siguiente, en efecto, llegaron al regidor y a los altos cargos de la orden misivas desde todos los lugares del territorio, sobretodo desde el norte, informando del asesinato del duque, supuestamente consumado por su primogénito, que se había suicidado la misma noche después de cometer tan terrible parricidio. Más tarde, cuando ya anochecía y apenas las sombras se distinguían de las figuras que las provocaban, aporrearon mi puerta y, sin yo dar permiso, irrumpieron en mi cámara Terenzio, Giacomo, el regidor  Niccolo y un hombre que no había visto nunca, de cabello plateado, alto y delgado, con porte autosuficiente y mirada altiva. Niccolo temblaba y estaba bañado en sudor, y a mis dos compañeros no los había visto nunca tan callados. El desconocido me tendió una carta que identifiqué al instante, se trataba del mismo papel que ya había visto el día anterior; en ella ponía tan solo una frase, directa y concisa: ‘te lo dije’. Y, por primera vez, no firmaba como ‘el Salvador’, sino como ‘el Archivista’.


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