Surgut
Llegamos como unos fantasmas a aquel pueblo, en el orfanato nos habían conseguido
una casa de acogida. La historia era bastante simple, un hombre vio que su
mujer no podía tener descendencia y necesitaba el vigor y la fuerza de la
juventud para trabajar la parcela de terreno que tenía en propiedad.
Seguramente pensó que mantener a cuatro niños malnutridos y acostumbrados a la
miseria sería más rentable que pagar el sueldo a trabajadores honrados. Y así fue
como, un día cualquiera, nos comunicaron la noticia y el conserje que ayudaba a
la señora Olga a mantener aquel lugar nos subió a la camioneta y se dispuso a
conducir rumbo a Surgut con nosotros cuatro a bordo.
Tras horas de trayecto en aquella trotada camioneta, llegamos a nuestro
destino. El pueblo era bastante tranquilo, situado en la cuenca del río Obi. Se encontraba antes de llegar a los montes Urales, pero aun así nos habíamos alejado
de la Siberia que conocíamos. Fue en aquel momento en el que nos encontramos
con la primera gran dificultad a la que nos tendríamos que enfrentar a la
temprana edad de doce años: cuando el conserje, cuyo nombre no me acuerdo —no
creo que nunca lo llegara a saber— preguntó por la familia Bogdanov, nos dimos
cuenta de que aquello se transformaba, del sueño de salir del orfanato, en la
pesadilla de no tener dónde quedarnos. La familia Bogdanov sufrió un accidente
doméstico, las llamas consumieron la casa por completo, los cuerpos
carbonizados de la pareja atestiguaban que no había supervivientes.
Pero lo peor fue ver la cara de circunstancias que puso el conserje y
cómo, sin atreverse a mirarnos a la cara, se subió a la camioneta y se alejó,
dejándonos allí, abandonados a nuestra suerte. Sabíamos el porqué, el orfanato
ya había cubierto nuestras plazas y no teníamos sitio allí. Y éramos demasiado
mayores para conseguir una nueva adopción, de hecho habría quien pensase que a
los doce años ya podíamos buscarnos la vida por nosotros mismos. Esos son los
que nunca han tenido que vivir lo que vivimos nosotros cuatro.
La vida no nos sonrió, pero tampoco nos trató del todo mal viendo las
expectativas, donde una muerte por inanición o de frío habría sido lo más
probable. Recorrimos las calles del pueblo durante aquel verano de mil
novecientos treinta y siete, tardamos una semana en sabernos todos los lugares al
dedillo. Lo hacíamos de noche, al amparo de la oscuridad, así no nos podían
ver. Éramos sombras que vagaban por los sitios más recónditos, incluso algún
vecino somnoliento que se asomaba por la ventana cuando escuchaba un ruido
aseveró ver a cuatro fantasmas que rondaban el pueblo cuando la gente de bien
dormía. Preferíamos que nos concibiesen así que como a unos huérfanos
proscritos. En un pueblo con pocos habitantes —nunca pensé que llegase a los cuatro
mil, quizás no alcanzara ni siquiera los tres mil— pedir limosna era
sentenciarse a muerte. Los lugareños te acabarían conociendo y, a lo sumo,
conseguirías algo para subsistir los primeros días, hasta que se hartasen de
darte aunque fuera un rublo. Por eso era mejor hurtar en comercios ya cerrados y
robar en casas cuando el mundo ya dormía bajo el manto de las estrellas y la
promesa de un nuevo día cuando despertaran.
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