Pecados capitales
Era antes del alba. La luz de un sol aún escondido tras las colinas
boscosas de aquel lugar de la Rusia occidental trazaba tenues pinceladas de claridad a todo cuanto nos rodeaba. Por fin veía aquel claro que había dejado en una
esquina del bosque los árboles talados con el fin de construir aquel caserón
donde nos hospedábamos por un tiempo. Era allí donde deberíamos ir aquella
mañana, para practicar tiro al blanco. El olor a pan se filtraba entre mis
fosas nasales, haciendo de mi boca agua. Pan recién horneado, como en nuestra
buena época en la taberna de Surgut, y eso solo en los días marcados en el
calendario. Parecía que tanto esfuerzo hubiese merecido la pena. Milos se puso
en pie de un salto y se dirigió hacia las cocinas con la intención de volver
con unas cuantas hogazas de aquel manjar. Yo estaba observando a la nada, con
la mente en blanco. Aquel momento era único, ver el amanecer en una elevación,
sin nada alrededor excepto la naturaleza. El sonido de los pocos pájaros que se
atrevían a volver para el verano ruso, el humo que desprendía el cigarro de
Valya surcando el cielo mientras hacía formas imposibles y la fría brisa
matinal para desperezarse, qué más se podía pedir.
Rodya seguía intentando dormir, con una mano puesta sobre su rostro a
modo de parasol, cuando Milos llegó. Ni siquiera la posibilidad de comer le
hizo moverse un ápice.
—Si fuésemos como los pecados capitales, tú serías la pereza —le dijo
Valya mientras le zarandeaba.
—Yo supongo que sería la gula —dijo Milos entre bocado y bocado. Nunca
había llevado una buena alimentación, pero siempre que podía comer, lo hacía.
En cualquier circunstancia. Y, para colmo, era el más delgado de los cuatro.
—Entonces tú, Valya, serías la… ¿avaricia? No sé, dejadme en paz, es muy
pronto para estas mierdas. Sólo sé que, con toda probabilidad, Sasha sería el
orgullo.
—Te equivocas, Rodya. Sería la lujuria —respondí, pensando
irremediablemente en ella.
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