Invasión


   Tenía miedo, mucho miedo. Sabía que apenas quedaba tiempo para el momento definitivo, crucial. Todas aquellas personas confiaban en mí y yo estaba aquí, arrodillado y con un trozo de metal entre mis manos en forma de cruz mientras lloraba. Aquel era el líder que mi pueblo tenía, aquel en el que mi tío había confiado para la defensa del punto en el que, estaba seguro, aquellos infieles atacarían. No sería por ningún otro lugar, entrarían por allí. Y yo debía estar preparado, pero no lo estaba; ni siquiera sabía cómo arengar a mis hombres a ser valientes y presentar batalla cuando ni siquiera yo estaba determinado a hacerlo. Pero lo debía hacer, debíamos forzar un acuerdo en condiciones, los sarracenos tenían que ver que tomar aquella ciudad por la fuerza les haría perder más de lo que ganarían, que antes de apropiarse de ella mataríamos a todos los infieles que pudiésemos y reduciríamos la ciudad a cenizas.

   Fue en aquel momento cuando escuché el crujido definitivo, las piedras desplomándose, la pared cediendo al fin. Y, justo después, el sonido inconfundible de quienes se creían que iban a tomar aquella ciudad durante ese mismo día. Me di la vuelta, salí a la vista de mis hombres y, sin mediar palabra, atravesé las líneas que formaban aquellos campesinos, herreros u hombres de armas, ni siquiera caballeros, que se encontraban en clara inferioridad numérica y armados deplorablemente. Pero lo vi en su mirada y en aquel momento lo tuve claro: luchaban por ellos, pero también por algo más, luchaban por su familia, por su casa, por todo cuanto tenían. Y aquello era algo que ellos jamás podrían poseer, la motivación y la fiereza de quien entra en una batalla jugándose todo lo que ama. Por eso lo iba a hacer, por eso iba a defender aquella ciudad maldita. Por mi tío, por mis hombres, por todas las mujeres y niños cuya vida dependía de nosotros. Por ella.


   Aquellos valientes se fueron abriendo a medida que avanzaba, asintiendo con gesto solemne unos, con la mirada ausente otros, incluso había quienes seguían rezando con la mirada clavada en el suelo. No dije nada, estaba demasiado concentrado con mi cometido y temía que se me quebrase la voz si intentaba pronunciar cualquier discurso; además, aquellos sarracenos estaban a punto de entrar, no había tiempo que perder. Me puse al frente y, sin mediar palabra, desenvainé la espada y corrí hacia el enemigo mientras una sensación de furor y temor se apoderaba de mi cuerpo al mismo tiempo. Mis hombres, entre gritos y maldiciones lanzadas a los invasores, me siguieron sin vacilar ni un instante. No pasarían. Ni hoy, ni mañana, ni nunca.

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