Obligación y libertad



     Después de aquella comida excelente, aquel sería el día en el que empezaría a escribir. Me recosté para pensar en lo que relataría, pero no se me ocurrió nada. Podría escribir sobre la Guerra. En Francia, aquello lo viví de primera mano y sería capaz de explicarlo mejor que nadie. Aún recordaba el olor a metralla y sangre, la visión de cuerpos desmembrados, los gritos de los heridos, los edificios destruidos y derribados… Las ejecuciones, las matanzas, los civiles suplicándonos piedad. Recordaba también escuchar las órdenes y disparar contra gente desarmada que no hacía la guerra. Recordaba su mirada suplicante cuando, acorralados, se sabían muertos aun sin haber participado activamente en ella. Pocos eran los hombres que ahí quedaban, la mayoría de aquellas personas eran mujeres o ancianos. Y niños, sobretodo niños. Sobretodo ella.

     Eran recuerdos muy vívidos para todo el tiempo que había pasado. Unos elevaban sus plegarias al cielo, otros miraban al suelo mientras lloraban, desconsolados. Sus lágrimas bañaban el suelo fangoso, como las de aquella niña. Ella estaba de rodillas, como el resto, pero con la cabeza alta, irguiéndose todo cuanto le era posible en su posición. Mandaron la orden de disparar, pero un compañero se negó. A él le tocaba matar a aquella chica, pero no podía. Decía que le recordaba demasiado a su hija, que una niña de apenas doce o trece años nunca podría hacer daño al Reich, que no debíamos matar a aquellas personas. Obviamente, se lo llevaron con destino a la prisión militar. Con suerte, allí se quedaría hasta que sus huesos se pudriesen. Si no, regresaría a Alemania para que se hiciesen cargo de él las SS.

     Me tocó a mí reemplazarlo y así lo hice. ‘Apuntad’, indicó el teniente. No lo hice, estaba paralizado. Me estaba mirando fijamente a los ojos, con aquel rostro orgulloso y la mirada de quien no le teme a la muerte. Y aquella mirada en una chiquilla era lo más admirable que había visto nunca. Sentí el metal frío de una pistola en mi cabeza. ‘Apuntad’, repitió el teniente. Aquella vez sí lo hice, pero sin poder quitar la mirada de la suya. ‘Disparad’, escuché. Ella pronunció una palabra, ‘liberté’. Después, cayó al suelo, víctima del disparo de mi arma, aún humeante. No pude ni siquiera comprobar si había muerto en el acto, la vergüenza que sentía me impedía mirar hacia allí. Me fui, sin más. El incidente con el teniente quedó olvidado y fue después de aquella campaña dudosamente honorable cuando me concedieron el rango de cabo. No me compensaba lo más mínimo, aún seguía viendo aquellos ojos cuando cerraba yo los míos, cada noche.

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