Límites


  La lluvia caía a plomo. Pisaba el andén, encharcada toda ella, viendo cómo la suela de su calzado se sumergía en el agua allí donde el terreno era irregular. Caminaba con paso firme, decidido. La cortina de aguacero le impedía ver más allá de tres metros en adelante, donde la silueta de las casas, fuentes y de la propia gente se confundían y distorsionaban merced de la niebla que había bajado por el descenso de la presión. Ella seguía, entre la niebla, aterida, con el rostro empapado y el cabello pegado a la cara.

  Disimulaba su ligera cojera haciendo acopio de valor, pues el dolor que sentía al erguirse y caminar levantando aquella rodilla para no arrastrar el pie era insoportable. Pero seguía, exhalando un halo de vapor que se fundía en aquella neblina que apenas le dejaba ver el suelo. Si miraba hacia arriba, en cambio, podía distinguir el contorno de edificios ciclópeos que coronaban aquel paseo, el perfil de agujas, cúpulas y demás formas que vigilaban desde un cielo que lloraba a cántaros.

  Pero ella quería encontrar el sentido de todo aquello, el porqué, así que siguió hacia adelante, ignorando la herida que la metralla le había causado tiempo atrás. Y así fue como llegó al lugar indicado, donde la niebla se disipaba y el Sol intentaba asomar entre aquellos nubarrones que oscurecían el día.

  Y lo que encontró fue decepcionante. La frontera, el límite. Allí era donde sus pasos la habían llevado. Esperaba ver un gran muro, una concentración de soldados o incluso un cartel que indicase dónde acababa un sitio y empezaba el otro. Pero no había nada de eso, bajo el lienzo enmarcado por aquella lluvia inmisericorde tan sólo había escombros ennegrecidos, muebles astillados, cadáveres sepultados y sangre y barro.

  Fue entonces cuando, por una vez en su vida, se dirigió a Dios, o a quien en su ausencia regentase aquel mundo loco ya hacía años. Y suplicó, suplicó porque aquel cuadro que había visto, ya en su totalidad, de Serbia, Croacia y Bosnia, no fuese importado de allí; que aquella grotesca obra de terror, injusticia y muerte no saliese jamás de allí para España. Ni para Catalunya. Ni para ningún otro sitio. Y deseó que todo el mundo pudiese contemplar alguna vez en su vida aquella obra para comprender que las fronteras las creamos nosotros, y que el mundo jamás las dibujó.

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